Dada su calidad hemos solicitado a su autor compartirlo.

Quedo en segundo lugar del I CONCURSO de relato breve “Costus”, con 44 puntos

LUCES Y SOMBRAS.

En la ciudad podía oírse el murmullo sostenido que lanzaban al aire las esquinas tropezándose con aquel frío de semblante polar. Mientras, en las alturas, las ventanas cerradas dejaban traspasar una estela del silbido que propiciaba el viento al acariciarlas, cada vez con más ganas.

La tarde se mantenía inestable y misteriosa, sin dejar ver la diferencia entre la noche que caía y las nubes que perduraban, cubriendo al gentío, que deambulaba sin dejar que las calles perdieran su sentid, como almas perdidas en busca de un halo de calor.

Desde arriba, parecían hormigas huyendo del hormiguero, como si su reina las hubiese olvidado y su vida perdiese el sentido, o simplemente, como si se hubiesen revelado.

Enrique contemplaba el escenario bajo su balcón mientras se atusaba el pelo a la altura del hombro. La mano que le restaba, se posaba superficialmente en el canto de la barandilla helada.

Entre legañas, parecía admirar cada movimiento producido en aquel exterior tan esclavo del tiempo, donde hasta las hojas de los árboles tienen marcada una fecha para caer, para luego ser pisadas por tanto síndrome de Estocolmo andante. A continuación, restregándose los ojos, miró hacia arriba y vio cómo su despertar una vez más había sido próximo a la noche, observando cada rincón visible de cielo cual girasol en busca de su famosa estrella.

Seco, un cabezazo le golpeó por atrás el muslo, continuado por unos leves gemidos. Y es que Lala, la gran perra afgana, reclamaba un poco de atención en ese día que empezaba para ellos.

Una vez había recibido unas cuantas caricias tras las orejas, volvió hacia el interior del hogar y de un salto se subió al sofá, donde se quedó tumbada cual señora de la casa apoyando su cabeza en el reposabrazos y dejando que colgase una de sus patas traseras.

Enrique la miraba desde afuera con un rostro un tanto serio, de labios apretados, pero mirada cómplice.

Tras abrirse y abrocharse de nuevo la bata con más firmeza, siguió los pasos de Lala y fue para adentro, cerrando la puerta tras de sí.

En el salón, como la perra del sofá, el frío se había apoderado de toda pared y mueble posible haciendo que el ambiente quedase resumido en bocanadas de aire helado que dejaban sin aliento.

Juan, que se había quedado todo el día en vela, permanecía en el suelo de espaldas a la mesa camilla pintando el fondo de una de las grandes obras que se apoyaba en el suelo, sobre páginas y páginas de prensa rosa, leídas y releídas en su momento y que ahora todavía captaban momentos de atención del pintor, que aún les regalaba alguna crítica a las fotos que no habían sido recortadas o envueltas en pintura.

Enrique permaneció inmóvil al otro lado de la mesa, con las manos en la nuca y en silencio, como si ni él mismo se hubiese percatado de su presencia en la sala, y sin esperar que nada lo hiciese.

Con algún último bostezo y los ojos todavía cansados miraba la espalda de Juan, arrimada a la placa solar que tenían y que llevaban de aquí para allá en busca de un calor que a veces dejaba mucho que desear. Él, sentado, extendía el brazo ya pocas veces dando unos últimos toques a lo que tenía entre manos, pareciendo, visto desde atrás, que hacía grandes parones para observar el lienzo, con la cabeza ladeada, como buscando cualquier defecto. Aunque tal vez permaneciese con los ojos cerrados, percibiendo, oliendo, esperando algún colocón de pintura. De pronto, se quitó la camiseta de tirantes que llevaba a pesar del frío, llena de pinceladas torpes de colores que no siempre terminaban de convencer, y quedando semidesnudo, se sirvió de ella para limpiarse los restos de pintura húmeda que tenía sobre sus dedos. Después, encogió las piernas y las abrazó débilmente, manteniendo la cabeza alta.

Enrique desconocía en ese momento el rostro de Juan, no sabía si miraba, si dormía, si lloraba o si soplaba, si sonreía o humedecía sus labios, si sus mejillas eran ocre tostado o rojo pasión, o si lucían algún color externo a los del cuadro que tenía delante, pero parecía no importarle.

Sus pupilas, dilatadas como en plena oscuridad, tratando de captar toda luz posible para ver claramente, se posaban en la sombra que su compañero lucía proyectada en la tela, desde su extremo más claro hasta la fina línea negra que evitaba la fusión entre suelo y trasero.

Como si de un estudio se tratase, lentamente iba subiendo la mirada escrutando cada poro invisible de su piel, quedándose nadando en los hoyuelos de su espalda, y deslizándose en un breve e intenso ascenso por su columna vertebral, vértebra por vértebra, asignando un pestañeo a cada una, y repitiéndolo hasta que sus ojos despertaron completamente.

Un mechón de pelo que cayó en cascada por la espalda desde el hombro le devolvió de su limbo.

Entonces, sin esforzarse demasiado, Juan giro levemente la cabeza hacia su derecha, lo suficiente para alcanzar por el rabillo del ojo la figura de Enrique a sus espaldas, que rodeando ya la mesa camilla parecía dirigirse hacia él, quien con las arrugas que produce una sonrisa en la mirada protagonizó las primeras palabras de la noche.

-¿Qué hacías ahí parado?

Enrique, una vez plantado a su lado, de pie, hablaba también con arrugas en los ojos.

-Pues mirar como pintabas, ¿ya está acabado?

-Sí –contestaba Juan levantando la cabeza y dejando la boca entreabierta, enseñando parte de su dentadura-, ¿te gusta?

-Me encanta.

Pasadas unas horas la noche ya comenzaba a lucir con todo su esplendor, y las aceras, anaranjadas, seguían emitiendo señales de vida.

Tras comer algo, Juan decidió permanecer en el salón acomodado en el sofá, enrollado en una manta entre almohadones y la perra. Y cambiando a las musas por las musarañas, descansaba mirando a la nada y con la mente en su mundo, esperando a que llegara Enrique, que como todas las tardes bajaba a comprar revistas del corazón, un mero entretenimiento para cuando no se estaba pintando, actuando o recitando, o para cuando simplemente se buscaba carne fresca.

En seguida entraba Enrique por la puerta con el nuevo cargamento, que depositaba encima de la mesa camilla, alrededor de la cual se sentaba ya rápidamente. Tras frotarse las manos producto del frío y del deseo de un lector ambicioso comenzó su rastreo hoja por hoja, entre alabanzas y críticas, reiteradas por la voz de Juan como un eco de fondo.

De pronto, poco después de pasar la primera hoja, el timbre turbó aquel ritual, anunciando como de costumbre la llegada de un invitado.

Sin demora, Enrique se levantó de la silla para dirigirse a abrir la puerta de la casa, por la que entró cual torbellino enloquecido Fabio, ya riendo y gritando cada palabra que salía por su boca, con modelito para la noche tan extravagante y acorde a su personalidad, que aunque ya aleteaba por dentro de la casa era invitada a pasar.

-Hola chocho, pasa –dijo con media sonrisa Enrique al cerrar la puerta tras de sí- ¿cómo andas?

-¿Que cómo ando? –vociferó Fabio tras soltar un breve chillido-, yo ando divinamente cariño, mira.

Y paseándose por todo el salón, caminó levantando las rodillas y aleteando los brazos de aquí para allá, una y otra vez, haciendo frenazos en los que se quedaba con cualquier postura barroca a más no poder y con los ojos cerrados, esperando las glorificaciones por parte de sus dos compañeros, quienes aplaudían entre cortas carcajadas.

Cuando consideró que ya había respondido con suficiente contundencia a la pregunta de Enrique, se sentó en una esquina del sofá y se encendió medio porro que sacó del bolso.

-¿Y a dónde vas hoy? –preguntó Juan reponiéndose en su asiento y alargando el brazo, pidiendo que le pasara el canuto.

-Al O’Clock. Había quedado con Tino, pero Tino no está, Tino se fue. ¿Lo habéis visto?

-Para nada, hoy está siendo un día tranquilito, por ahora solo has pasado tú por aquí.

Y tan rápido como entró, Fabio recogió su bolsa, metió el pie del todo en el tacón y se dispuso a marcharse.

-Pues bueno nenas entonces yo ya me largo, que seguro que hay alguien esperando a que aparezca por algún lado.

-Claro que sí –le contestaba Juan-, y por tus andares te reconocerá.

-Pues sí, termina de fumarte eso, venga. Ciao chochos.

Y él solo se escurrió hasta la puerta y se fue, llevándose consigo el huracán que suponía su presencia.

Los dos restantes se miraron y negando levemente con la cabeza rieron de forma suave, acostumbrados a esos momentos.

Juan, dando una última calada, cerró los ojos y echó la cabeza para atrás.

Así permaneció unos segundos antes de soltar el humo, que le envolvió en un ambiente translúcido.

Enrique, con una revista entre las manos, intentaba disipar el poco humo que se le interponía tratando de abrir un pequeño camino que le dejara ver con claridad, y observar cómo estaba en el sofá tapado de nuevo con la manta hasta el cuello, pudiéndosele ver solamente la nuez, que temblaba al tragar saliva.

-¿Por qué no te acuestas un rato? Has estado muchas horas pintando sin descansar –preguntaba Enrique con la mirada todavía fijada en su cuello, preguntándose, como alguna otra vez en la que el recuerdo le fallaba, cómo era visto sin la luz blanca de las lámparas.

-Sí, creo que un ratillo me sentará bien –decía ya con los ojos entrecerrados-, y no me voy ni a mover de aquí, ¿vas a hacer mucho ruido?

-Qué va, yo me quedo pintando.

Y estirando todo su cuerpo, Juan se tumbó sin dejar hueco alguno, enrollado en la manta de pelo marrón que contrastaba con el sofá blanco, por el que resbalaban mechones de su pelo provenientes de la nuca.

Enrique miró el reloj, su día avanzaba, y ya era hora de que él también se pusiese a hacer algo.

Se dirigió al lugar donde esperaba el último cuadro que estaba pintando, estancado en su caballete, tan manchado ya por la experiencia que a veces pensaba en firmarlo y venderlo como una obra más.

El lienzo entonces estaba en su sitio, los pinceles, en su orden dentro del desorden también. A un lado los colores, al otro más cuadros, en el ambiente una mezcla de aguarrás y aceite de linaza, y en su mente la idea, que poco a poco iba tomando forma a mano de una muñeca tímida, originaria de unas pinceladas cada vez más miedosas.

Desde hacía un tiempo todo iba dándose la vuelta, de manera que todo era lo mismo pero algo cambiaba. Todo, incluso él, tenía otra cara.

Seguía pintando de la misma manera, sus manos seguían recibiendo alabanzas, sabían cómo hacer que unos ojos centellearan, que la gente musitara “¡Vaya!” y que le siguieran ligando con la palabra “total”, pero para él algo le faltaba, ahora le llenaban los aplausos cuando antes le desbordaba su propia satisfacción.

El problema estaba en que miraba al frente y el plano que se le presentaba ya no le decía nada, se había visto capaz de representar casi el alma, una belleza desbordante, a distancia algo más que una textura visual, pero sentía que necesitaba algo distinto, expresar un amor diferente, evolucionar un poco más, tratar con sus manos realmente aquella carne que parecía de verdad.

Con las manos limpias, por desgracia, se colocó el pelo por detrás de las orejas, se llevó las manos a la cadera y apretó. A continuación, resopló mirando a la pared por encima del caballete y decidió irse de ahí.

Bebió un vaso de agua que le congeló por dentro, y apoyado en la encimera de la cocina,  veía a la perra cómo se acercaba y entraba yendo directa a su comedero.

Cansado de ver comer a la Lala, estuvo unos minutos dando vueltas sin sentido por la casa. Cuando llegó al salón, se vio parado mirando hacia la puerta, extrañado de las pocas visitas del día, aunque, en cierto modo, era algo que también agradecía en esos momentos.

Después dirigió su mirada hacia el balcón, pero solo desprendía un frío innecesario y una oscuridad grisácea, con nubes que parecían hacer la noche más opaca de lo normal.

Al final, cansado y con la cabeza a punto de estallar rebosante de inspiración e incomprensión, cogió una revista y se sentó en el otro sofá a leer, aunque lo que realmente hacía era mirar fotos, a la gente, sus rostros, o incluso todo aquello que estaba escrito, pero por encima, todo como un bloque y como algo que tomaba forma.

Pasaba las páginas lentamente, como si tuviese los dedos entumecidos por el frío, y cada vez con la vista menos fija en la revista.

Miraba los cuadros colgados en la pared, las esculturas, los muebles, la muñeca flamenca de Marín que reposaba en la mesita de en frente, o a veces simplemente mantenía la mirada perdida. Finalmente cerró la revista, se quedó un instante mirando la portada y subió la cabeza, llevando los ojos hacia Juan, que dormía aún en el sofá, cara a la pared.

Ahora el pelo le resultaba más un enredo que una cascada resbalando por el sofá, aunque seguía manteniendo esa belleza que pocas veces creía representar con toda su perfección en los retratos.

Las piernas, se estiraban por todo el asiento, una en flexión y otra dejando que se sobresaliese el pie, quedando apartado de todo el conjunto.

Ahora, la manta se había escurrido hasta la cintura y dejaba al descubierto la espalda y parte del brazo izquierdo, que junto con el derecho permanecían escondidos entre sus piernas.

Enrique miraba de nuevo absorto, como mirando a la nada mientras encontraba un todo, perdido como si quisiese encontrar su mirada bajo los párpados, embaucado por la delicadeza que transmitía su anatomía casi oculta. Volvía a sentir que lo tenía todo, pero seguía faltando algo.

Estudiaba la posición de su cuerpo, la forma que tenía y la que tomaba, la luz que absorbía y dormitaba sobre su hombro, las sombras que le abrazaban y se escondían entre su pelo, cada peca, cada saliente y cada hendidura sobre su piel, todo lo visible e invisible, todo como algo nuevo para él.

Todo tesoro que comenzaba a temblar, pues avanzó la cadera hacia delante y agachó la cabeza posicionando su rostro un poco más en la oscuridad.

Hacía frío, y aunque Enrique se mantenía abstraído sin ningún tipo de percepción física, notó como su compañero se recogía cada vez más intentando paliar el frío.

Se levantó cuidadosamente, dejando la revista en la mesita, e intentando que solamente se siguiera escuchando la lluvia que comenzaba a palmear fuera.

Cuando lo tuvo en frente, a la altura del pecho de Juan, se agachó quedándose de rodillas, y, lentamente, avanzaba su mano hasta el extremo de la manta para subírsela de nuevo, cada vez más despacio.

Frenó. Estuvo un par de minutos con la mano a medio camino, casi rozando aquella tela que parecía desprender helor por ella misma.

De nuevo aquella sensación que le hacía frenarse, que le paralizaba todos los músculos, dejándole solo algo de fuerza para levantar sus párpados y mirar, mirar y pensar, y a cada pensamiento encontrar una razón más para cerrar los ojos, dejar de pensar, y disfrutar de aquella inspiración que le nacía en su interior.

Cambió la dirección de su mano y al fin pudo continuar avanzando, cada vez más cerca del cuello, con la lluvia sonando en el exterior y su yugular pidiendo caricias.

Siguió recorriendo con su índice hasta la nuca, retirando algunos mechones, y dejando caer libremente su dedo por la columna.

Notaba cada vértebra, disfrutándolas una a una, recordando cuando hacía algunas horas lo miraba, inmóvil y a distancia, y ahora lo tenía tan cerca y sin saber quién acariciaba a quién.

Continuó el camino con los ojos cerrados, dejando a la yema de su dedo deslizarse libremente, en un eterno roce que se dejaba impresionar por cada poro de su piel.

Comenzó a pasear por su costado, todavía mudo y ciego, sintiendo a través de su mano, comprendiendo todo lo que le contaba cada centímetro visible, cada centímetro palpable, imaginando la historia de cada cicatriz, adivinando la constelación de cada una de sus pecas, y estremeciéndose con el eco de cada latido. De pronto, algo extraño aunque familiar, sin ser Juan pero tampoco algo desagradable, hizo que su dedo frotara un par de veces la misma costilla, extrañado. Abrió los ojos y ahí se encontraba, seca, una mancha de pintura, como un rasguño violeta.

Rascó un poco hasta que se fue, depositándose en la uña de Enrique.

Se quedó un instante mirándola, como asombrado, extrañado, reconociendo una imagen de la que hacía tiempo que no disfrutaba, y que le removió por dentro.

Se levantó sigilosamente tratando de no despertarlo, con cuidado de no golpear la mesita. Volvió a ponerse el pelo por detrás de las orejas y fue hacia su caballete.

Cogió los primeros colores que encontró y que pudieron abarcar sus manos, sin permitir ningún pincel entre ellas, y rápido y en silencio volvió hacia el sofá.

Soltó los acrílicos y algún óleo sobre sí, los cuales iban resbalando por sus muslos hasta el suelo.

Agachó un momento la mirada. Juan se movió, y sin dejar de mirarlo cogió un color azar.

Extendió su índice, catedrático de su cuerpo, y puso en el extremo un punto de azul ultramar, y como quien dice que hace algo simplemente sin querer cuando es sin querer evitarlo, posó toda su mano en el hombro de Juan, haciendo sin pensar lo que había estado pensando hacer tanto tiempo.

Levantó todos sus dedos limpios a la vez, apretando el portador de pintura contra su clavícula. Expectante, comenzaba a atraerlo hacia él, contemplando el reguero azul que se iba creando diagonalmente por su espalda.

Cuando lo tuvo próximo a su pecho, lo levantó.

Cogió un blanco y fue colocando picos por su espalda. Luego, poniendo más azul en su dedo, fue deslizándolo por todo él, inventando un nuevo idioma ilegible, que poco a poco se impregnaba de blanco y aclaraba su camino, dejando el tono de su piel escondido.

Una vez se le esfumó completamente el color de su dedo cogió uno nuevo al azar, siendo el magenta el que ahora manchaba su índice y su corazón.

Primero, con el pulgar empezó a palparle de nuevo el costado, suavemente, hasta que encontró las costillas, entre las que fue pasando la yema de sus dedos, creando nuevos contornos.

Así continuó varios minutos, posando sus manos sobre toda parte tangible de Juan, que durante todo el rato parecía dormir sin darse cuenta de nada, sin moverse. Y así permanecía ahora, tumbado, inmóvil, con el rostro invisible e intacto, y con su cuerpo manchado y helado, portante de color, luces, y sombras.

Enrique permaneció de pie un buen rato, frotándose las manos, echando una mirada satisfecha, y con cierto miedo a sonreír.

Creía conocer lo extraño de la situación y el poco tiempo que podía durar, pero después de esos días negros, aunque fuera siguiese lloviendo, se sentía realmente orgulloso de lo que había hecho. Se había sentido ciertamente con su lienzo, dormitando en el caballete, atrayéndolo sin hablar, sin mirarle, sin venderse. Simplemente había sentido, había notado, se había emocionado y se hallaba tranquilo.

Desconocía si tardaría en despertarse, sabía que aquello sería efímero desde un principio, pero por una vez, él había sido quien reaccionaba ante su obra, que quedaría grabada en sus adentros para siempre, y en el resto del mundo, hasta que acabase el sueño.