El “I Concurso de relato breve Costus” se abrió el pasado 1 de Agosto de 2014 y se recogieron textos hasta el día 15 de Septiembre a las 24:00h.

El concurso ha sido todo un éxito, habiéndose recibido 8 relatos que cumplían los requisitos de tipo de letra, extensión, temática (relacionado con Costus), etc.

Todos los relatos me han emocionado profundamente, ya que veo confirmado el dicho de que  “Cada uno de nosotros lleva un Costus distinto en su corazón”. También se ha dicho que “Hay tantos Costus como personas que los aman”.

Verdaderamente he podido comprobar como hay personas que no los conocieron, pero los aprecian y los valoran profundamente; otros que los conocieron y cuentan su experiencia con ellos; otros son pura imaginación desbordante…pero todos me han gustado muchísimo, cada uno en su estilo y en su manera personal de escribir..

Uno de los relatos ha destacado por su puntuación quedando como claro vencedor:

“La máscara”, de David Vizcaya. (56 puntos)

En segunda y tercera posición se situan “Luces y Sombras”, de Álvaro Álamo (44 puntos) y “25 años en otra dimensión” de Remedios Pascual (30 puntos).

Tanto me han gustado que voy a intentar hablar con los autores (para que me autoricen) y hacer un librito con los textos y con imágenes de Costus, o de su obra, que me ha sugerido cada relato.

Repito mi enhorabuena al ganador, con el que me pondré en contacto para la entrega del premio

Un abrazo, Ricardo.

Aquí os copio el relato integro ganador

La Máscara

mascaraEl día era oscuro y con un cielo cubierto de nubes tan bajas que parecía que los pájaros las cruzaran azarosos en sus vuelos sin rumbo. Pero esto no molestaba a Estefanía, que pensaba que de este modo la playa estaría más solitaria y podría pasar allí un rato tranquila. Se levantó de la cama despacio, como c
ada mañana, y caminó en pijama hasta la cocina donde ya olía el café recién hecho que había preparado su madre, María. Estefanía se sirvió una taza que se tomó en dos tragos, cogió una manzana intuyendo que era dulce y sabrosa, y regresó a su cuarto.

– Máscara, máscara.

Estefanía estaba obsesionada con esa palabra desde hacía varios días.

– Máscara, máscara.

Quizás la había visto escrita en algún cartel publicitario. Ya se sabe que los publicistas usan ese tipo de estrategias para sugestionar y meter ideas en la parte de atrás de nuestra mente. El caso es que no era una obsesión enfermiza ni le causaba ninguna desazón. Le parecía algo tan absurdo que incluso sonreía complaciente cuando repetía “máscara” frente al espejo del baño. Estefanía sabía que cuando llegara el momento comprendería por qué esa palabra se había instalado en su cabeza para quedarse. No tardó mucho en vestirse y salir al porche de la casa donde le esperaba ansioso Milo, un majestuoso labrador negro, para salir a pasear. El otoño de aquel 1988 fue particularmente suave en Sitges y Estefanía solía pasar las mañanas junto a Milo en la playa de San Sebastián. Era tal la atracción que sentía por el mar que parecía como si éste la observara a ella, y no al revés. Estefanía perdía la noción del tiempo en aquellas mañanas en la playa, y en su cabeza sólo rondaba una idea: «Máscara».

La brisa del mar ondeaba unos metros más allá la larga melena de dos esbeltos jóvenes que parecían mirar al mar con una cierta melancolía. El más moreno de los dos parecía recostarse cansado en el otro, apoyando su tez lánguida sobre su hombro. A Estefanía le resultó atractiva aquella escena, aunque de un modo extraño y no podía evitar observarlos disimuladamente. Recordó algo que había leído unos días atrás en un tratado filosófico sobre estética y belleza: Das Unheimliche. Algo así como la sensación de estar frente a algo bello, familiar y conocido que, pese a ello, produce un sentimiento incómodo y de rechazo. Su corazón le decía que en medio de aquella situación de amor melancólico se hallaba algo importante para ella, y al mismo tiempo sentía que esos hombres que se abrazaban frente a ella estaban, a su vez, perdiendo algo. No podía evitar sentir, que esos dos «algo» eran la misma cosa o que, de algún modo, estaban conectados. La pareja permaneció unos minutos más frente a la orilla del mar mientras Estefanía los oía hablar pausadamente; distinguía un acento andaluz, aunque no alcanzaba a discernir lo que se decían. Cuando los muchachos se marcharon hacia el paseo marítimo, Estefanía los siguió con la mirada hasta que éstos hubieron desaparecido tras los paseantes que iban de aquí para allá. En aquel momento Estefanía no comprendió la relevancia que aquel breve encuentro tendría en su vida. Miró su reloj preocupada y se levantó de un salto.

–       ¡Milo! ¡Milo! ¡Vamos, rápido! Mamá debe estar esperándonos hace rato.

Milo, que se encontraba en la orilla jugando con las olas salió corriendo detrás de Estefanía como invadido por un repentino torbellino de felicidad. La muchacha y el perro se adentraron por las calles del pueblo caminando a buen ritmo en dirección a la plaza industria, donde solía desayunar con su madre casi cada mañana. Perro y ama habían desarrollado una gran destreza para esquivar a las turbas de señoras con carritos de la compra y repartidores que cada mañana inundaban las calles del centro. Cuando ya se acercaba al restaurante donde había quedado con su madre, Estefanía pudo distinguir la figura alta y delgada de María sentada en un taburete junto a la barra encendiéndose un pitillo. Era un antiguo restaurante regentado por una amable pareja de ancianos. Ambas pidieron café con leche, ensalada de fruta y una tostada de pà de pagès. Milo se quedó tumbado bajo la mesa, donde el camarero le había puesto un recipiente con agua fresca que el perro se tomó con tanta avidez que casi fue más la que tiró por el suelo que la que bebió.

–       ¡Que locura! ¡Cada vez hay más gente en este pueblo!

–       Claro hija, todo este lío de las olimpiadas ha vuelto a poner a Barcelona en el mapa. ¡Ya verás cómo cada vez vendrán más y más visitantes!

–       Esta mañana vi a dos chicos en la playa. Parecían de fuera. ¡Pero de fuera de la galaxia! Uno de ellos parecía tener acento andaluz, pero no supe de que hablaban. Creo que los conocía de antes, de algún sueño, quizás.

–       No sé, Mimi –Así es como María llamaba a su hija, Mimi-. Aquí hay mucha gente de Andalucía. Será un dejà vu.

–       Sí, será eso, pero…

–       Pero, ¿qué? Si los vuelves a ver les preguntas y ya está.

–       Sí, eso quisiera.

A la mañana siguiente, Estefanía se despertó y corrió hasta la cocina a buscar su café. En esta ocasión, no llego ni a dar dos tragos para vaciar la taza y fue a vestirse apresuradamente para ir a pasear con Milo al mismo punto de la costa donde el día anterior se cruzó con los dos jóvenes. Antes de salir dejó una nota para su madre: “Mamá, hoy no iré a desayunar, nos vemos en la tienda. Mimi.”

Permaneció en la playa de San Sebastián con Milo hasta que llegó la hora de ir a la tienda de su madre a trabajar. Tan sólo algunas gaviotas aparecieron por allí. Estefanía las miraba con cierta pesadumbre, pensando que estaban allí para burlarse de su indeseada soledad. Durante varios días se repitió la misma escena solitaria en San Sebastián, con dos protagonistas permaneciendo en el imaginario de Estefanía y una palabra: “MásCArA”. Ella pensaba continuamente en la palabra y en lo que sintió mientras permaneció junto a los dos jóvenes. Sintió en su mayor expresión la dualidad que el deseo presenta en ocasiones, y comenzaba a sentirse abrumada por la ubicua presencia de la palabra en su cabeza, y lo extraño de aquella situación. <<Uno se obsesiona con cosas más tangibles>>, pensaba Estefanía, <<pero, ¡una palabra!, ¿por qué una palabra? así, sin imagen que la acompañe, sin saber de dónde proviene>>. Estefanía pasó muchas mañanas y fines de semana enteros en la playa, sin importar si hacía buen o mal tiempo, o si el insomnio que empezaba a padecer la tenía más cansada que de costumbre; a veces sola, a veces con Milo y siempre, siempre, con sus pensamientos que se tornaban más y más obsesivos <<Dualidad>>, <<Deseo>>, <<Unheimliche>>, <<MáSCArA>>. Quería ver a esas dos personas otra vez, lo necesitaba.

Ya había pasado la mitad del invierno y, varias semanas después de haber visto a aquella extraña pareja por primera y única vez, Estefanía se encontraba perdida. Preguntaba por ellos a cuantas personas conocía, y nadie sabía darle más que vagas respuestas que de poco le servían. <<Es un pueblo pequeño, antes o después los encontraré, no hay otra posibilidad, tiene que ser así>>. Ese fin de semana se celebraban los carnavales en Sitges y Estefanía vio un gran cartel colocado junto a la entrada del café de plaza industria donde solía desayunar con María. ‘Fiesta de las máscaras’, sábado 6 de Febrero, Sitges. Estefanía no solía acudir a los carnavales de su pueblo, pero esta vez, como si de una revelación se tratase, comprendió que el destino quería que estuviese allí –Má$cαRα$- repitió para sus adentros. Pobre Estefanía, no podía estar más equivocada. Sus pensamientos se habían apoderado de ella; tal era su ansia por acabar con aquella historia de la MásCAra que se aferraba a su idea de que en aquella fiesta encontraría sus respuestas. Esperó ansiosa la llegada del sábado para acudir a la fiesta dónde muchos de sus amigos y conocidos iban a estar, sin duda. Le parecía como si su atribulada mente se fuera apaciguando en esos días de invierno, pues estaba convencida de que todo ese asunto de la mÁscARα se iba a solucionar pronto. Aun así, seguía esa palabra metida en su cabeza día y noche como si de una bacteria parásita se tratara, invisible, sin saber de dónde viene ni por qué. No en vano dicen que el loco está cuerdo dentro de su delirio. Estefanía se puso un antifaz muy colorido y tocado con plumas de faisán que encontró en el viejo baúl de María, se maquilló y se vistió con transparencias, encajes y lencería fina. A sus 17 años tenía unas medidas de escándalo, y así vestida no pasaría inadvertida a ojos de nadie. <<Si yo no os he podido encontrar, vosotros me encontraréis a mi>>, pensó mientras se echaba un último vistazo en el espejo que había en el armario de su madre cuando entró a coger prestado su abrigo de mutton negro con anchas solapas.

Nada más salir de casa se subió la capucha del abrigo y anduvo hacía el centro de la villa, donde creía que su destino la aguardaba. Conforme se acercaba a la calle del pecado podía escuchar con más nitidez la música de las charangas y fiestas particulares en las casas colindantes y un gentío llenaba las calles hasta hacerlas casi impracticables. Cuando llegó al lugar de la mascarada, se quitó la capucha y levantó la cabeza. La imagen le pareció espeluznante, miles de personas y todas llevaban máscaras. Todas eran irreconocibles. Entonces se convenció de que encontrar a dos personas concretas sin saber más de ellas que el sonido de su voz no iba a ser tarea fácil. Aun así, Estefanía no se amilanó y como si de un depredador se tratara empezó a escudriñar a todo el mundo. Buscaba un rasgo que le diera una pista, el pelo largo rubio o moreno, acento andaluz en una voz suave. Ahí donde creía ver algo de sus dos jóvenes se acercaba a mirar más de cerca. Su respiración y frecuencia cardíaca iban en aumento, y ella lo notaba. En una ocasión era una mujer la que se ocultaba tras una larga melena rubia, en otra era un turista de Jerez de la Frontera hablando con un grupo de chicos. Una media hora después encontró a su grupo de amigos, bailando, fumando y bebiendo. Dudó un rato si acercarse a ellos o no, pero pensó que no podía malgastar su tiempo hasta dar con los dos muchachos que buscaba. Además, que iban a saber ellos si a esas horas ya estaban tan colocados que no distinguirían dos apuestos jóvenes ni aunque se los presentaran. Esta decisión de permanecer concentrada en su búsqueda se hacía harto más complicada en medio de la fiesta pues no paraban de acercarse hombres y mujeres de cualquier edad y condición atraídos por su sensual vestimenta y su estado de inquietud. Todos querían hacerse un hueco en la cama de Estefanía esa noche. Su infructuosa búsqueda y la insistencia de algunos pretendientes colmaron la paciencia de Estefanía que se arrancó literalmente la máscara que llevaba puesta y corrió hasta la puerta apartando a empujones a cuantos se interponían en su camino. Cuando llegó a la puerta siguió corriendo hasta llegar al paseo marítimo donde se quitó los zapatos y, dándose media vuelta, los arrojó furiosa a la muchedumbre agolpada en la puerta de algún bar. Estefanía rompió a llorar y agarrándose el cabello con fuerza decía para sí misma –máscara, máscara, máscara. ¡Que estupidez! ¡Puta palabra! ¡Puta palabra estúpida!-. Cogió la máscara de su madre que aún tenía agarrada en su puño y la destrozó en mil pedazos, pero aquello no hizo sino ponerla aún más nerviosa y furiosa. Corrió hasta que no pudo más por el paseo marítimo, hasta que llegó a la playa de San Sebastián y se adentró en la arena intentando buscar ese elemento apaciguador que siempre le brindaba el mar.

Estefanía no podía parar de llorar, aunque esto no minaba su pensamiento que era cada vez más y más intenso provocándole una terrible migraña- máscara, máscara-. Hincó las rodillas a unos metros de donde rompían las olas iluminadas por la luna llena, y en ese mismo lugar y como intentando exorcizar su pensamiento de una vez por todas, escribió con sus manos una palabra en la arena: “MÁSCARA”. El dolor de cabeza que cada vez era más y más intenso mitigó su ansiedad y su llanto y la sumió en un estado aletargado de sedación endorfínica. Allí, tumbada en la arena y con la mirada pérdida hacia el cielo, permaneció unas cuantas horas despierta, o eso creía ella y, al rato, se levantó cabizbaja y se marchó para casa.

Veinte años después

Corría el verano de 2011 y Estefanía se había convertido en una hermosa mujer, su cuerpo y su rostro no parecían reflejar la edad que tenía y su actitud llena de vitalidad y energía no menoscababa dicha percepción. Tuvo, como había hecho su madre antes, una hija siendo soltera; la llamó María por su abuela, que había fallecido víctima de un fulminante cáncer de pulmón en el verano del 94, un año después de nacer la hija de Estefanía. Ciertamente las olimpiadas del 92 cambiaron la fisionomía de Barcelona y sus alrededores, e incluso la propia idiosincrasia de la gente que empezó querer a ser aquello que se esperaba de ella en el extranjero. Poco a poco, la sociedad y su cultura fueron banalizándose y perdiendo parte de su esencia anterior. Afortunadamente también desaparecieron antiguos arquetipos y muchos tabús que pesaban cual losa sobre las espaldas de una nueva generación de ciudadanos libres.

Estefanía y su hija, María, que acababa de cumplir ocho años, pasaban muchas mañanas de Julio y Agosto en el mar, siempre que sus obligaciones con la tienda y los quehaceres domésticos y de la escuela les daban un respiro. A veces algún amigo comerciante las invitaba a navegar en su barco, bien por puro ocio, bien para salir a pescar cerca de la orilla y ellas nunca rehusaban tales invitaciones, ¡estaría bueno! Pero si no se presentaba ocasión, no les importaba lo más mínimo, lo pasaban igual de bien jugando en la arena de la playa, recogiendo conchas, nadando o paseando. Estefanía no podía ser más feliz.

Una de esas mañanas de verano, volvían de la playa con los pies llenos de arena hasta los tobillos y se dirigían a casa para relajarse y comer algo antes de abrir la tienda. En la iglesia de Santa Tecla se estaba celebrando una boda y justo cuando Estefanía y María pasaban cerca, salieron los recién casados con el consiguiente alboroto de invitados y curiosos. María, que disfrutaba con este tipo de jolgorios, empezó a tirar del brazo de su madre.

–       ¡Vamos, mamá! ¡vamos!

–       María, hija, se nos hará tarde.

–       ¡Es igual mamá! Se nos hará un poquito tarde, pero cuando lleguemos estaremos un poquito más contentas.

Ante tal argumentación, Estefanía no opuso mayor resistencia y se dejó arrastrar por María hasta la primera línea de invitados. Las dos aplaudieron a rabiar recogiendo arroz del suelo para volver a lanzárselo a la feliz pareja, cuyos ojos brillaban como estrellas y cuyos rostros radiaban alegría. ¡Se diría que Estefanía y María estaban disfrutando más que el resto de invitados! No en vano, fueron de las últimas en abandonar la puerta de la iglesia. Estefanía había recuperado en ese momento la noción del tiempo y, al mirar preocupadamente su reloj, agarró a María del brazo y mientras corría le gritó:

–       Madre mía, hija, mira que hora es. Nos va a coger la tarde sin comer y sin abrir.

–       ¡Mamá! Vamos por detrás de la iglesia y llegaremos antes, podemos comprar un pollo a l’ast y comer en la tienda.

–       Tienes razón María. ¡Pero que niña más lista!

Más calmadas, pero aun con paso acelerado, madre e hija caminaban por la calle de la Davallada, cuando una imagen se presentó frente a los ojos de Estefanía cual aparición mariana. Se detuvo en seco y comenzó a balbucear sin articular palabra, negando con la cabeza y frunciendo el ceño. –Mamá, ¿estás bien?- Le preguntó María a su madre –Di algo mamá, ¿te encuentras bien? Estás muy rara-. Estefanía volvió su rostro pálido como la luna hacia su hija mientras notaba una gota de sudor frio recorriendo su espalda. –son… son ellos, hija, son ellos- le dijo entrecortada mientras señalaba al cartel de la entrada que anunciaba una exposición en el Palacio Miramar, justo enfrente de ellas. Lo que sobrecogió a la mujer fue la fotografía majestuosa de dos jóvenes muchachos de larga melena, uno rubio, otro moreno, sentados cuales reyes en sendos tronos custodiados por dos perros. Eran los dos jóvenes que tanto tiempo atrás la hicieron ser testigo de su amor y su melancolía en una fresca mañana de otoño en la playa de San Sebastián. Aquellos jóvenes ligados a aquella palabra que durante meses la sumió en la locura. Sin dar crédito a lo que sus sentidos le decían, cruzó muy lentamente la entrada al palacio de Miramar y María la siguió muy de cerca, sin quitarle ojo de encima y agarrándola fuertemente del brazo. Empezó a tocar los catálogos con la punta de sus temblorosos dedos; el rostro de aquellos muchachos impreso en octavillas. Costus. Por fin conocía algo de ellos: su profesión, pintores y su nombre, Juan y Enrique, Costus; y mucho más iba a conocer a partir de que se adentrara en la sala de exposiciones. Sus ojos se cubrían de lágrimas mientras leía su biografía en aquel cartel del hall. – mayo de 1989…un mes después, junio…-. Le parecía estar viéndolos delante de ella, abrazados frente a la playa de San Sebastián aquel otoño del 88. Estefanía rememoraba aquella mañana con la claridad del ahora. Sus sensaciones mientras los observaba. Das unheimliche. La dualidad. Y volvió a su mente la palabra: scara. Cerró muy fuerte los ojos y vio su caligrafía sobre la arena, aquella noche de carnaval en la que quiso desterrar la palabra para siempre de su cabeza. Su particular exorcismo. Empezó a mirar obra por obra, como quien mira el cuadro de un hermano o alguien muy cercano. Miraba más allá de los trazos, de los colores, de las sombras y luces de los rostros, de los reflejos y del fluorescente. Atravesaba con su mirada todo el lienzo y llegaba al alma de cada obra. Tras varios minutos de caminar pausado, e incluso de sentarse en varias ocasiones presa del mareo, vio un cuadro de un metro por un metro aproximadamente y de inspiración cubista que la hizo estremecer. Un rostro, dividido, una mitad brillante y luminosa y la otra oscura y llena de sombras, una mitad llena de vida e ilusión y la otra llena de tristeza y dolor. La dualidad en una misma cara, sin cruces en el envés de la moneda. A la vista del que observa dos imágenes en un solo rostro. Ambos cargados de belleza artística, con un mensaje de horror y otro de esperanza. Das unheimliche. La máscara. La máscara. La máscara. Estefanía se repetía una y otra vez esa palabra en su cabeza. La máscara. Miró el año en que el autor, Enrique Naya, la pintó. 1989. ¿Es posible?, ¿es posible que esta imagen sea ella, mi máscara? Las fechas cuadran. La máscara. En ese momento el comisario de la exposición se acercó hasta Estefanía.

–Hola, llevo un rato observándote y me emociona ver a alguien tan entusiasmado al observar la obra de mi hermano-.

Estefanía volvió la cara hacia su interlocutor y éste pudo ver de cerca sus lacrimosos ojos. La agarró por el brazo y con una franca sonrisa le preguntó si conocía a Juan y Enrique personalmente. Estefanía miró fijamente durante unos segundos a los ojos de quien le hablaba y entre sollozos asintió con la cabeza.

–Hace veintitantos años que los conocí, pero ellos a mí no. Los vi en la playa de San Sebastián, aquí cerca, cuando yo era aún una niña, a finales de los años ochenta, abrazados. Les busqué tanto como pude, pero nunca los encontré. Hasta hoy -.

El hombre dejó de sonreír y apretó a la mujer junto a su pecho en un franco abrazo, tan compasivo como el que protagonizaran Juan y Enrique aquel otoño del 88. Estefanía le preguntó por la obra, por la máscara y el hombre le contó la historia de aquel cuadro.

–Este cuadro es muy especial. Fue la última vez que les vi trabajando juntos frente a un lienzo. La noche de carnaval de 1989 Juan y Enrique organizaron una cena con amigos y familiares, entre los que me incluía. Una vez acabada la fiesta, y bien entrada la madrugada, Juan y Enrique salieron a pasear por una playa cercana a su casa. Al día siguiente, Enrique, que llevaba días sin coger un pincel debido a su estado de salud, comenzó a pintar esta gran obra. Pregunté a Juan sobre el repentino ataque creativo que había protagonizado Kike y me contó que aquella noche vieron a una chica que les llamó su atención. Iba encapuchada y caminaba descalza y cabizbaja. Cuando llegaron cerca de la orilla vieron escrito en la arena la palabra “máscara”. De algún modo Enrique se vio inspirado por aquella chica y la palabra que escribió en la arena. Fue la última obra de Enrique. La última pincelada sobre este lienzo, fue la última pincelada de Costus.

David Vizcaya

Barcelona, septiembre de 2014